Lo que no se nombra no existe
- María Jose Argumedo
- 21 jul 2019
- 5 Min. de lectura
Esa mañana metí a la lavadora las pijamas con botones al frente, los sostenes con clip, las fajas y la ropa interior más cómoda que encontré, mi pareja me ayudó a sacarla y tenderla la sol porque con 39 semanas de embarazo todo lo que está debajo de la rodilla es un reto seguro. Vino mi papá, una amiga coincidió con él y platicaron en al sala con cerveza en mano, mi hermana me ayudó a guardar la ropa de Almudena en la pañalera, porque en toda la mañana no había sentido mucho movimiento y la panza, como nunca baja, supuse era la hora.
Para la tarde, después de poner la música que más le gustaba, bailar, hablar con ella tomarme un refresco, comer grasa para encontrar reacción alguna de mi hija, empecé a sentir un nudo en la garganta, me recuerdo acostada de lado izquierdo para facilitar el flujo sanguíneo de ambas, me puse a llorar, no sabía por qué no tenía respuesta cuando esa niña que llevé dentro siempre objetó, se hizo presente. Cerramos el sábado en el consultorio del doctor dándonos la noticia que aún nos quiebra el alma, no había latido. El nudo en la garganta se soltó en un grito de tristeza, que ese momento descubrí, nunca había salido ese sonido de mi boca, mucho menos de la de mi pareja.
Al trasladarme al hospital con mis padres acompañándonos, tuve que decidir si quería cesárea o parto, fue una decisión muy solitaria, después de 9 meses donde ya me había programado a no tomar decisiones totalmente sola, con el alma rota sólo quería que el cuerpo estuviera roto también, me decidí por la cesárea. La resiliencia fue mi guía esas horas, parecía que todos a mi alrededor estaban paralizados, y de alguna forma ante ese momento más crítico de mi vida, tenía en mis manos las decisiones, afortunadamente, de mi cuerpo, de los tiempos, de las formas, de los cuerpos.
Pasamos una noche en una cama de hospital, abrazados en la oscuridad, tratando de entender qué nos había sucedido, cómo habíamos llegado ahí. No culpas, ninguno se detuvo a pensar si habíamos hecho algo mal, eso nos quedó claro, fuimos una padres excepcionales, que conocían a su hija, la amaban. Tuvimos un grupo de apoyo extraordinario, nuestros padres, hermanos y el grupo médico que nos acompañó con la misma tristeza e incertidumbre de cómo Almudena había dejado de pulsar.
Fue la primera vez que en medio de mi tragedia mientras amanecía con colores rosas y lilas, pensé en las mujeres que no podían pagar por esa noche tranquila, las que en un andén con otras 20 mujeres en trabajo de parto sin su pareja tenían que afrontar las decisiones, el mutis involuntario, la soledad. Sin una enfermera que supiera su nombre, que cada hora preguntara sí
tenías frío, o calor. O las que tuvieron un parto espontáneo por que su cuerpo no podía sostener más otro, sin vida, las que estaban pujando con expectativa de escuchar un llanto y sólo escucharon el de ellas. Las que están cruzando un país, para escapar de otro y en el cansancio sólo dejaron de sentir, las que no hablan el mismo idioma que el médico. Las que son niñas. Las que fueron asistidas por otras que están marcadas por las construcciones sociales machistas o algún dogma de fe y entonces les dijeron que no sirven para ser madres.
En el quirófano pusieron la música que yo elegí, me dieron la mano durante todo el tiempo hasta que mi pareja llegó, más pálido que nunca con los ojos hinchados y el alma en mi mano. El momento más terrible de mi vida en cuestión de segundos se convirtió en el más hermoso, envolvieron a mi hija tras sacarla de mi cuerpo y se la dieron a su padre, los últimos meses yo vivía por esa imagen, la felicidad que nos inundó cuando un padre se reconoce en el rostro de su hija, es extraordinario, en ese momento toda angustia desapareció, vi el rostro del amor, su cabello claro y rizado, sus pestañas, la nariz de mi papá.
La pusieron en mi pecho y su peso materializó el duelo, no podía respirar, me ahogué en su belleza, en ese amor a ciegas que tuve.
En México se estima que cada día suceden 62 muertes fetales, uno de cada 100 embarazos en nuestro país puede tener un final adverso, y sin embargo el tabú como se aborda desde lo público hasta lo privado es alarmante, pero una vez más deja notar cómo mujeres según sus privilegios lo viven, para mí fue una experiencia con mucha contención, mi médico dotada de una empatía bellísima estuvo al pendiente todo el tiempo de mí, de mi ahora esposo, de mis papás, los y las enfermeras dispuestas y con tacto. Porque pude pagarlo, porque soy una mujer que estudió un posgrado, por que tengo una relación llena de amor, sana y liberadora, porque vivo en una ciudad en la cual existo en el sistema como ciudadana, porque mando al carajo el patriarcado cada que tengo la oportunidad.
¿Cómo un tema que es uno en cien no es tema? ¿Cómo nadie me lo dijo? En el sistema de salud pública no existe un protocolo específico para el grupo médico ante una muerte fetal, entonces queda a criterio de la persona en guardia si la madre puede ver al bebé, si estará sola durante el parto o la cesárea, si la familia puede ver al bebé antes de entregar el cuerpo al forense, ni pensar que exista acompañamiento psicológico para la madre inmediato a la noticia, si no hay protocolo hay silencio. Y si hay silencio hay ira.
El cuerpo de la mujer plantado en un sistema de desigualdad de clase, de género, de educación y de acceso a información sobre lo que está sucediendo durante nueve meses, es víctima de un aparato institucional sin protocolo que coloca la situación en el silencio, y entonces aunque tengas preguntas nadie sabe las respuestas.
Lo más difícil, como cualquier persona que se reconoce con cuerpo político, fue hablarlo, sacar el tema del oscurantismo, de pronto era algo que le había pasado a gente cercana y por años habían vivido el duelo en discreción, bajo el manto de no hablar de ‘un suceso tan terrible que mejor no pensar en eso’, la sombra que me persigue cuando socialmente las personas creen que una no quiere-puede-sabe hablar del tema, nadie pregunta. Recuerdo la primera vez que me encontré con alguien que no había visto en un año y me pidió un resumen de mi vida, le dije que me embaracé, fui mamá de una niña que falleció, se congeló, y de pronto era yo la que lo consolaba.
Qué hemos hecho al guardar en el mutis el dolor ajeno que con el alma rota te ves en la necesidad de hacer sentir mejor al otro en su incomodidad al tema, a un hombre que nunca le enseñaron a decir la palabra menstruación en voz alta.
Luego vino el postparto, porque por cuarenta días el trabajo de reacomodo de anatomía fue reflejo de mi vida, el reencuentro con la menstruación, con la posibilidad misma de volver a crear vida, o no.
Ahora heme aquí, dispuesta a hablar con quien se atreva de que esto pasa, que no te hace mala mujer, mala madre, que puede pasar aún hayas hecho todo lo que te correspondía, que puedes hablar de tu embarazo alto y fuerte sin esconder el luto, que puedes decidir volver a intentarlo o no, que puedes nombrar tu dolor como prefieras, y estoy aquí para quien quiera sumarse a volverlo un tema, a compartir voz, para que esa voz se convierta en protocolo, en política pública, en tema con tus tías, hermanas, amigas, madre, hijas, hijos, médicos, o por lo menos para tener y ser un equipo informado, porque como dice Paula Bonet a los vientos, lo que no se nombra no existe.

Comments