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Sirena

  • Emma del Carmen
  • 31 ago 2019
  • 4 Min. de lectura

Logré convencerlo de que nos viéramos alrededor de las once de la noche, cuando los borrachos dejan de reconocer rostros y gritan; cuando ya no quieren escuchar. Caminé a su mesa y admiré la inmensa nube de humo que lo rodeaba. Caminé lento; no quería que mis nervios me delataran. Lo saludé, jalé una silla y saqué mi grabadora; no más me acomodé tantito y una urgencia abrumadora lo hizo comenzar a hablar.


–Siempre que pienso en ella recuerdo la primera vez que la vi: fue hace varios años... varios años han pasado, unos diez... quizá más. Nos conocimos en un canta bar no tan lejos de aquí. Allá por donde estaba la tienda de Don Kike. Allí a ladito estaba el canta bar. Ahí la conocí. Recuerdo bien esa vez: traía puesto un vestido blanco de encaje que quedaba arribita de sus rodillas; estaba sentada con sus piernas cerraditas y tendidas a un lado, tenía la mirada perdida y parecía que no quería estar ahí, que la habían obligado a salir. Iba sola: la acompañaban sus amigas. Esas amigas... Bárbaras. Las mujeres de hoy en día, ya sabes, iban de trago en trago, de hombre en hombre. Cinco mujercitas solas... Imagínate. Pero ella no, ella tenía sus piernitas bien cerradas y su boquita calladita. Yo, cuando la vi, yo sabía que sería mi esposa. Me volvió loco con esos labios ausentes y esas rodillas desnudas. Tan bonita… tan pura


Cuando me acerqué a ella se hundió en su silla como liebre apunto de cazar; si vieras la ternura que me dio cuando me miró con esos ojitos asustados; no más puse mi mano en su rodilla y luego luego la enamoré. Fue pronto cuando descubrí que su familia era dueña de una hacienda bien famosa acá por el kilómetro 37. Me gané rápido a su padre trabajando y a sus hermanos con unos pulques y unos puros cubanos... Pan comido. Ella casi nunca hablaba: las dos veces que me la llevé a dar vueltas en la camioneta no dijo una palabra. Siempre callada, siempre bonita. Pero me veía con esos ojos de tierra morena; me veía y me quería, de veras. Todos la deseaban, eso sí. –¡Cerdos!,– Les gritaba, mientras ponía mi mano en su cinturita y la apretaba fuerte contra mí. Violadores de su inocente cuerpo con miradas urgidas. Quería arrancarles el cuello cada vez que veían sus piernas desnudas y las imaginaban abiertas, imaginaban su sabor y las recorrían.


Nos casamos un día de abril; fue una boda larga y grande. El huapango sonaba aquí y allá y todos bailaban, muchísima gente asistió, todo el pueblo fue a verla. A mí na más me urgía verla caminar hacia el altar, y cuando la vi… -Dio un suspiro y apretó el tarro de cerveza que tenía enfrente- no sabes cuánto orgullo sentí. La recuerdo caminando, tomada de la mano de su padre mientras lloraba, lloraba porque estaba feliz. Yo solo podía pensar en pasar mi primer noche con ella, en llevármela al cuarto de hotel y hacerla mía; moría por hacer gritar esa boquita tan callada y cerrar esos ojitos asustados; quería que gritara mi nombre, quería ser el único.


Por su frente resbalaban gotas de sudor. Una se escapó por su sien hasta su barbilla y cayó sobre el cenicero. Sus dientes despedazaban sus uñas. Posó su mano izquierda sobre su frente, intentando cubrir las venas que brotaban como serpientes encarnadas. Una lágrima se distinguió del sudor.


–Las sábanas estaban limpias– dijo con la voz entrecortada mientras apretaba sus párpados intentando no llorar.


–No pude… no pude contenerme. La tomé del cuello y puse su cara contra la almohada. Sentía cómo su respiración se asfixiaba entre las plumas. Maldita puta, pensaba, maldita puta. Se retorcía, temblaba, no decía nada.


Sus manos se cerraban en el aire como si estuviera apretando su cuello. Tenía los ojos cerrados y podría jurar que la estaba imaginando. Lágrimas caían de su rostro mientras gritaba: ¡Maldita puta! ¡maldita puta!


̶ Solo podía imaginar a alguien más teniéndola, llenándola. Entre más imaginaba menos podía controlarme, apretaba más fuerte y ella se retorcía y temblaba más rápido. Esa boca llena de mentiras; llena de alguien más, alguien antes. La detuve con todas mis fuerzas hasta que dejó de moverse. Quedó tiesesita como estatua… Fue entonces cuando corrí a comprar un hilo y un par de agujas; no tardé mucho, no quería que despertara. Cuando regresé ahí seguía, dormida. Entonces tomé sus piernitas y las cerré, para unirlas, parte por parte, hasta que fueran una; hasta que no se pudieran abrir… para nadie. No decía nada. Yo la quería hacer gritar. Nunca gritó. La monté en la camioneta y manejé hacia la costa. Le di una última oportunidad para que me dijera con quién había estado, con quién me había engañado. No dijo una palabra. Y ahí, vi sus ojitos cerrados, habían perdido el miedo ̶ Tomó de nuevo el tarro de cerveza y lo bebió de un trago ̶ La aventé al mar… ̶


Pausó y volteó a verme. Yo no decía nada, ni siquiera podía escribir. Mis manos estaban congeladas. Me vio y soltó una risa que terminó por helar mi cuerpo entero. ̶ Nadie te va a creer…¿sabes? Y aunque te crean, aunque hayan visto, te van a decir que no saben nada… que ni la conocían… Aquí en el pueblo na más me conocen a mí. Yo no sé qué intentas hacer con esas grabaciones, pero mírame, mírame bien; Yo aquí sigo… viviendo mi vida, nadie la ha encontrado y ella, ella seguro ahí sigue nadando, con sus piernitas cerraditas... que te aseguro que jamás abrirá.

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